jueves, 27 de marzo de 2014

Mi asesora de imagen

No soy ninguna famosa, ni una rica heredera, pero tengo asesora de imagen. Y es muy buena. Soy una gran afortunada y no pienso compartirla con nadie. No es egoísmo, es por una simple cuestión legal. Mi asesora es menor de edad. No, yo no estoy infringiendo ninguna ley, y tampoco se trata de un caso de explotación infantil.

La respuesta a este acertijo es que mi asesora es mi hija mayor. Siete años tiene la profesional de la imagen, pero lleva ofreciéndome este servicio, de forma desinteresada y espontánea, desde la tierna edad de tres. Desde luego, no es una prestación gratuita. Lo cobra en especias, pero no es consciente de la retribución: yo soy su asistenta mientras recojo sus juguetes, su peluquera, técnica de spa, "la negociadora" en las trifulcas con su hermana... Nuestro tácito acuerdo encaja en aquella mítica frase de Hannibal Lecter en "El silencio de los corderos", "quid pro quo".

Mi descendiente tiene un gran sentido de la estética y es muy estilosa. Es coqueta, coquetísima. Se pone todo lo que pilla desde que era un mico. Fulares para simular largas melenas, mantas a modo de chal, faldas superpuestas para hacer un traje de novia... y lejos de resultar combinaciones imposibles, se convierten en airosos montajes que ya quisieran muchas producciones de revistas de moda. Cuenta con dos cajas de disfraces, pero casi nunca se disfraza de algo típico como bailarina de flamenco o Blancanieves. Ella prefiere la fusión. Se transforma en La Reina de las Flores, en un alienígena o en una doncella hippie con una facilidad pasmosa y un diseño que ya quisiera la mismísima Ágatha Ruiz de la Prada, porque eso sí, colorista, es.

La primera vez que dio muestras de su talento fue con poco más de tres años. Una mañana salía yo de nuestro dormitorio conyugal vestida para ir a un evento laboral, esto es bastante más arreglada que para ir al parque. Mi retoño me soltó cuando yo caminaba con paso seguro por el pasillo para coger el abrigo: "mamá, no combina esa blusa con esa falda". Me detuve, me miré y... tenía toda la razón. No había acertado nada en la elección de prendas. Quiero pensar que mi decisión obedeció a falta de sueño y no de gusto.

En varias ocasiones me ha recordado que voy mucho más mona con "zapato de pinchito", nombre con el que en mi casa se conoce al calzado de tacón desde que ella acuñara este término la primera vez que fue consciente que su mamá se ponía en los pies algo más que zapatillas de estilo deportivo.

Anoche me hizo descender de mi mundo de obligaciones adultas. Ese mundo en el que no existe el tiempo para asuntos superficiales e intranscendentales como la belleza femenina cotidiana. Mientras la ayudaba a cepillarse correctamente los dientes, me tomó amorosamente la mano y la miró con aire de experta. Suavemente, con mucha ternura y comprensión, aunque eso sí con un punto de guasa me recriminó: "mamá, tienes fatal las uñas. Ese color... mamá. Pero fatal, fatal. Tienes muy estropeada la pintura". Me miré las uñas y ¡oh, cielos! ¡cuánta razón tenía!. "Es verdad, hija,.. es que no me ha dado tiempo", me excusé con torpeza y vergüenza, igual que hace ella cuando le pillo en  una falta tipo lavado de dientes incompleto. Además de sorpresa por su observación, experimenté una grata sensación de agradecimiento por su preocupación hacia mi estética. Me sentí querida y protegida, una sensación muy reconfortante. Otra vez "quid pro quo", "yo te cuido, tú me cuidas", "yo te quiero, tú me cuidas".

En cuanto las niñas se fueron a la cama, yo cogí el set de manicura y me senté a arreglar el desastre detectado por mi asistente personal. Soy una madre-clienta disciplinada que sabe aprovechar los consejos de sus profesionales de confianza.

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