lunes, 10 de junio de 2019

¿Es un pájaro? ¿Es un avión?¿Es Súper Coco? Noooooo… Es un «MURCIÉGALO»


Hoy vuelvo a salir de mi caverna. Hace casi un año desde que la abandoné por última vez. Mi reclusión no es voluntaria. El tiempo, o, más bien, la falta de él, es el culpable. Me encanta escribir y en mi mente escribo todos los días, pero lo de plasmarlo en soporte digital ya es otra cosa. Como comúnmente se dice, no me da la vida. Entonces, ¿por qué hoy sí he encontrado el tiempo necesario para este post? Pues porque unos vecinos muy especiales que he tenido el disgusto de conocer me han obligado a seguir su ejemplo y abandonar mi retiro. No, no he bebido nada de alcohol, aunque mi discurso pueda parecer algo inconexo y extraño. Paso a relatar el episodio que he vivido recientemente y que es el responsable de mi reaparición, porque si no lo cuento, reviento. Necesito escribir esta historia como tratamiento de control antilocura y antiangustia. Como dicen que compartir, es vivir, allá voy.


Era un martes por la noche como muchos otros martes por la noche de mi vida. Nada apuntaba a que aquel fuera a ser distinto. Mi marido estaba de viaje de trabajo, las niñas terminando los deberes y yo ejercía de perfecta madre que está friendo unos «filetitos» para sus nenas. Todo en orden. De repente oigo un grito muy excitado de mi hija pequeña:

—¡Mamá! Hay un pájaro volando en tu habitación.

—¡¿Qué?! ¿Estás bromeando, no? ¿Cómo va a haber un pájaro en mi habitación volando? ¿Por dónde va ha entrado si todo está cerrado?

En ese momento un grito aterrador sale de la garganta de mi hija mayor.

—¡Aghhhhh! ¡Mamá, que es verdad! ¡Hay algo volando en tu habitación!

Mi hija pequeña, con risa nerviosa vuelve a gritarme:

—¡Qué sí, mamá, que sí! ¡Que hay un pájaro o un «murciégalo» volando por tu habitación! ¡Ahhhhh!

—¿Cómo que un murciélago? Sal de la habitación que voy para allá a ver qué es eso que me estáis contando.

Yo, muy en mi papel de madre, aparentando una seguridad que estaba muy lejos de sentir para intentar infundir tranquilidad a mis hijas, me dirigí temblando por dentro hacia mi habitación. Mi sexto sentido me decía que me iba a encontrar con un «murciégalo» como que yo me llamo Nuria. Y como es más que comprensible, me aterran. Porque que tire la primera piedra el que no siente, cuando menos, repelús por un murciélago de verdad, que los de Halloween son muy graciosos, pero son de mentira.

Al llegar dos pasos antes de la puerta de la habitación, los dos satélites en forma de hijas que tengo se instalaron a mi espalda estableciendo un escuadrón casi perfecto. Al asomar mi nariz tímidamente por la puerta pude comprobar que, efectivamente, mis hijas no bromeaban. Un enorme ejemplar de «murciégalo» planeaba por mi habitación. En lo que yo cerré un segundo los ojos y tragué saliva, pensando «¡Madre mía!, ¿qué he hecho yo para merecer ésto? ¿Cómo le voy a sacar de aquí?», el bicho se colgó de la rejilla del aire acondicionado que está justo encima de mi cama. Casi muero del asco allí mismo. Sin embargo, me repuse en un segundo y el alma de periodista que llevo dentro me hizo reaccionar. Mandé salir a las niñas del cuarto por si el bicharraco se ponía violento y atacaba. Con tiento, pero sin dudar, me acerqué a la cama donde, casualmente, se encontraba mi móvil. Muy cuidadosamente, para no asustarle, le saqué un reportaje fotográfico con la cámara del iPhone que bien podría figurar en la revista de National Geographic.




Retrocediendo sin perderle la vista salí del cuarto y cerré la puerta. En el segundo que paré para tomar aire se me pasó por la mente la idea de que mi marido, que había salido aquella mañana de viaje, había sido víctima de un mordisco de vampiro y que, en realidad aquel murciélago que había dejado agarrado a la rejilla era mi pobre marido transformado en «murciégalo». «mi» habitación.



Ante aquella idea mi destino y el de mis hijas estaba claro, estábamos condenadas a convertirnos nosotras también en vampiros. ¡Horror y terror! Deseché aquella visión y me obligué a volver a la cruda realidad. Corriendo instintivamente fui a buscar la escoba con la intención de sacarle a escobazos de

—¡Mamá!, ¿qué haces? —me gritó mi hija mayor.

—¿Cómo que qué hago? Pues coger la escoba para sacar al bicho ese de casa.

—¡Noooooo! No hagas eso.

—¿Cómo que no haga eso? ¿Pues cómo lo saco entonces?

—Mira, he buscado en internet cómo sacar un murciélago de la casa. Y dice que hay que abrir una ventana, apagar la luz, cerrar la puerta y esperar a que se vaya. Que no se les debe dar escobazos porque se ponen nerviosos y pueden atacar y morder. Y si te muerden y tienen la rabia, estás perdido, te mueres.

—¡Ah! Pues parece que el sistema que cuentan en internet es más fácil y mejor que mi idea de la escoba, sí. Está claro que somos de dos generaciones diferentes. A mi en este momento lo último que se me ha ocurrido es consultar internet.

Así pues, armada con la escoba por si, pese a las recomendaciones del Dios Internet, la necesitaba, me armé nuevamente de valor y volví a entrar en la habitación para seguir rigurosamente los consejos del gurú digital.

Cuando salí temblaba como un pollito porque lograr abrir la ventana a oscuras sin que me diera un infarto sintiendo que el bicho volaba de un lado a otro del cuarto dándose mamporrazos con las paredes y los muebles fue toda una experiencia. Me acordé de Tippi Hedren en Los Pajáros de Alfred Hitchcock. Me sentía como ella, había podido experimentar un poquito del terror que la protagonista vivía en la película.

En ese momento llamó mi marido desde la otra punta del país y le conté todo lo que estábamos viviendo en nuestra casa de New Jersey. El pobre no daba crédito y me preguntó si quería que llamara a la dueña de la casa para que mandara a alguien a sacar el murciélago de nuestro dormitorio. Un rotundo sí salió de mi boca porque no estaba nada convencida de que el truco de internet fuera a funcionar y yo, sinceramente, no me veía a mi misma como la Juana de Arco de mi hogar.

A eso de las 10.30 de la noche se presentó en casa la «patrulla de los caza bats» (en inglés suena mejor que en español, “patrulla cazamurciélagos” no es lo mismo ni de lejos). El comando estaba integrado por dobles del Príncipe de Bel Air y el Sr. Barragán, o lo que es lo mismo, el dueño de la casa y un «manitas» que le acompaña fielmente allá donde se necesita cualquier tipo de reparación, sea de la índole que sea. Sus armas de trabajo eran una literna y unas cajas de cartón de dimensiones bíblicas. Tras gastarme la broma de que venían a cazar la cena se encaminaron al dormitorio. Después de un rato de reconocimiento y búsqueda llegaron a la conclusión de que el visitante había entendido que no era bienvenido en aquella morada y se había largado por la ventana. Parecía que el consejo cibernáutico había triunfado. A mi pregunta sobre cómo había podido colarse semejante animal en mi casa cuando todas las ventanas estaban cerradas, se limitaron a encogerse de hombros y a mostrarse tan asombrados como yo. En ese momento, ni se me pasó por la cabeza que su aparición hubiese tenido que ver con el hecho de que esa misma tarde, aquellos dos hombres habían estado haciendo algunos trabajos que ellos denominaron de «mantenimiento» en la casa para que luciese lustrosa y hermosa para una posible venta que llevan persiguiendo semanas. Muy convencidos me dijeron que podía dormir con tranquilidad en la habitación porque allí no había nada de nada, pero que, para mi mayor tranquilidad mandarían al día siguiente a un experto en eliminar bichos de casas a que echara un vistazo y diera alguna teoría que explicara lo que había ocurrido.

Educadamente les despedí y, claro está, no dormí en mi habitación. No tenía ninguna intención de volver a descansar allí hasta que el profesional del exterminio de bichos visitara la escena del crimen y me jurara por sus hijos que allí no había ni volvería a ver un «bat».

A la mañana siguiente un responsable de control de plagas o el «chico de los bichos» como son popularmente conocidos estos profesionales en Estados Unidos, llamó a mi puerta. Al verle pegué un respingo. Era una especia de Hombre Lobo en su faceta de humano. No podía ser. ¡Qué cierta es la frase de «a veces, la realidad superara la ficción»! Se encaminó a la habitación tras escuchar pacientemente mi historia narrada en mi inglés de supervivencia. Allí pasó un rato largo subiendo y bajando del ático, mirando, buscando. Tras hablar por teléfono con el dueño de la casa me dio su veredicto. Lo que había pasado es que la tarde anterior el Príncipe de Bel Air y el Sr. Barragán habían cerrado varios agujeros del tejado. Uno de ellos debía corresponder a la entrada por la que los murciélagos entraban y salían del ático de la casa en busca de alimento. Al encontrar cerrada su salida habitual, el murciélago había buscado otra salida hacia el exterior y había encontrado una rejilla inutilizada del aire acondicionado para salir directo a mi habitación, errando así su auténtica intención de salir hacia el exterior. El Hombre Lobo no había encontrado más murciélagos en el desván, pero era posible que hubiera más porque según me explicó son maestros en el arte del escondite. La ley de New Jersey prohíbe entre los meses de mayo y agosto cerrar agujeros por donde los murciélagos puedan entrar y salir a sus guaridas porque son una especie protegida y en esas semanas es cuando nacen los murcielaguitos y aprenden a volar. Por lo tanto durante ese periodo necesitan ser alimentados por sus progenitores o mueren. Si se echa a los murciélagos adultos, los bebés no podrían sobrevivir. La situación por tanto quedaba así: tenían que reabrir el agujero tapado del tejado y estábamos obligados a convivir en el ático con los murciélagos hasta que el 1 de agosto pudieran poner unas redes para desahuciar a los murciélagos de nuestro ático. El chico me dijo que iba a colocar una tela metálica en la que suponía que había sido su rejilla de salida para evitar que si había más murciélagos hicieran lo mismo que el de la noche anterior y salieran a mi habitación, Además, me recomendó que pusiera espejos enfrentados en la habitación por si estaba equivocado y salían por otra parte, para que se asustaran al verse reflejados y buscaran huir de allí. En su opinión podía dormir allí perfectamente aún en el caso de que de que se volviera a colar alguno porque según me explicó son inofensivos y aunque se pueden colgar de cualquier parte, ellos van a su rollo y no molestan. Evidentemente no podía dar crédito a todo aquello que me estaba contando y, mientras estallaba en una risa nerviosa porque la situación me superaba, le pregunté si me estaba tomando el pelo. Amable y compresivo me dijo que no, que, entendía que estuviera nerviosa, pero que eran los pasos normales a dar, y me repitió que no se podían saltar la ley.

Agotada di la conversación por finalizada y cuando por fin me quedé sola decidí darme una ducha relajante para intentar superar la tensión acumulada de la noche y la mañana.

Con esmero preparé la ropa que me iba a poner y la dejé sobre la cama. Aproveché también a dejar cargando el móvil en la mesilla. La ducha me vino de maravilla y cuando salí del baño cual Venus de Botticelli saliendo del mar, desnuda como mi madre me trajo al mundo en busca de la ropa que había dejado en la cama, mis sentidos me advirtieron que algo no iba bien y me detuve en seco. En la ventana divisé una sospechosa mancha negra. Mi miopía me impedía ver con nitidez por lo que muy despacio volví al cuarto de baño y cogí las gafas que había dejado allí. Nada más colocarlas en mis ojos la cruda realidad se confirmó. Allí había un murciélago otra vez. Justo encima de mi preciado móvil. Me sentí la protagonista de una película de terror de serie B. Allí, desnuda, vulnerable ante el murciélago que pronto se convertiría en vampiro, estaba perdida. Mis días habían llegado a su fin. Reponiéndome del terror que sentía me acerqué muy lentamente a la cama y me fui vistiendo igualmente muuuuy despacio. Cuando terminé, tragué saliva y con mucho cuidado y tiento estiré el brazo hasta la mesilla y desconecté el móvil del cargador. Ya era mío. Ahora sólo unos metros me separaban de la puerta y de mi libertad. Sin prisa, paso a paso, llegué hasta allí. Misión cumplida. El «bat» seguía en la misma posición, supongo que estaba echado un sueñecito y la criatura ni se enteró de mi presencia.



Cerré la puerta y, ya a salvo, llamé a mi marido para contarle con todo lujo de detalles la terrible experiencia por la que terminaba de pasar. Lo primero que me preguntó es si era el mismo que la noche anterior. Ante lo que me pareció la pregunta más estúpida del mundo mi respuesta fue el resultado de varios minutos de gran tensión acumulada, es decir, que le eche un bufido monumental y le contesté que no se me había ocurrido preguntárselo. Horas después caí en la cuenta que yo también había tenido el mismo pensamiento que mi marido y que una de las primeras cosas cosas que pasó por mi mente al salir de aquella ducha fue si el bicho era el mismo que el visitante de la noche previa. Llegué a la conclusión de que no, este último me pareció más pequeño.

Con las mismas volvimos a llamar al Hombre Lobo y le hicimos regresar a cazar al nuevo inquilino. El profesional de «pest control» llegó con una caja más acorde al tamaño de un «bat» que las que la noche anterior trajeron la «patrulla de los cazabats», pero el resultado fue el mismo porque el «bat» había desaparecido otra vez sin dejar rastro. El Hombre Lobo me aconsejó que dejara la ventana abierta todo el día y que cuando hubiera anochecido la cerrara. Él estaba seguro que así saldría de nuestras vidas porque es al anochecer cuando salen para cazar y era imposible que se resistiera a su instinto de supervivencia y caza. Además, me aseguró que el sábado acudiría con su amigo hiperexperto en echar bichos de las casas y abrirían el agujero y volverían a revisar el ático en busca murciélagos.

No habían pasado ni cuatro horas cuando en una incursión al baño de mi habitación en busca de algodón encontré revoloteando torpemente en el suelo el tercer murciélago. Huí como alma que lleva el diablo y salí de la habitación dando un portazo. Decidí no llamar esta vez al Hombre Lobo y esperar a la noche para ver si la teoría del mozo se convertía en solución probada.



Efectivamente, pareció haber dado con la solución y los «bats» parecía que habían desaparecido en la noche. A la mañana siguiente disfrazada como el Hombre Invisible cuando se ponía indumentaria para recobrar su presencia me planté en mi habitación para coger ropa y cosas que necesitaba de aquella estancia. Leí en internet que había que cubrirse bien el cuerpo y la cara cuando se estaba en la misma habitación que los murciélagos por si se ponían nerviosos y atacaban evitar así una fatal mordedura. Yo seguí sus indicaciones como una alumna aventajada y, ante la incertidumbre de no saber si el visitante o visitantes habían salido o permanecían allí escondidos, me tapé de arriba a abajo con lo que tenía a mano. Una cazadora de cuero, un gorro de lana, los guantes de la nieve, las gafas para cortar el césped y que no salten ramitas a los ojos y mi fiel escoba -que dijera lo que dijera internet no iba a dejar atrás por si la moscas- formaron mi uniforme de trabajo. Ahora ya lo puedo confesar, a exagerada no me gana nadie, casi muero de asfixia dentro de aquel uniforme protector improvisado. Recogí lo más rápidamente que mi ropaje me dejaba lo que quería y dejé «precintada» la habitación hasta el regreso de mi marido y la vuelta prometida del equipo de «pest control».





Durante dos días no vi nada, pero sí oí ruidos más que sospechosos procedentes del ático. Cuando mi marido regresó de su viaje, para comprobar si había visitantes en nuestra habitación, colocó una cámara de vídeo en el dormitorio conectada a un sensor de movimiento. Su condición de ingeniero, a veces, es útil en el hogar, y ésta parecía una de esas ocasiones. Mientras que él instalaba el invento yo no paraba de despotricar de los murciélagos y juraba que si algún ecologista me hablaba de necesidad de proteger a esta especie animal en concreto me lo iba a cargar sin remilgos. Está claro que el estrés y la falta de sueño por las largas noches en las que permanecí en vela haciendo imaginarias por si volvían a aparecer los terribles animalitos y se instalaban en las habitaciones de mis hijas habían hecho mella en mi ser. Aquella noche me fui a dormir y dejé a mi marido ultimando la elección de la música que sonaría en el caso de que hubiera movimientos en el cuarto. Por unanimidad con las niñas eligieron una sintonía fantasmagórica.

A la mañana siguiente se personaron en casa el Hombre Lobo y su amigo súper experto. Esta vez tampoco podía dejar de alucinar con lo que estaba viendo. El amigo súper experto era el vivo retrato de una rata hecha humano, una rata simpática, pero una rata. Como mi marido no estaba les conduje yo al dormitorio y les conté las últimas novedades de nuestra aventura para ponerles al día. Nada más entrar en la habitación saltó el detector de movimiento, claro está. Y el susto que se pegaron los pobres al oír la macabra musiquilla fue mayúsculo. Después de explicarles lo que pasaba, mientras yo hablaba sin parar, la melodía saltó varias veces, básicamente cada vez que yo gesticulaba en la conversación, y eso fueron muuuuuchas veces. Creo que no se enteraron mucho de lo que les dije porque les vi más pendientes de la música tenebrosa que de mi exposición de hechos.

Mi marido llegó para darme el relevo mientras yo llevaba a mis hijas a unas clases extraescolares. Cuando volví el equipo de «pest control» ya se había ido, y no lo hizo solo. Resulta que en el ático había un «baby-bat» que afortunadamente esta vez sí encontró el Hombre Rata. Si no la llega a encontrar su destino habría sido la muerte por falta de alimento. Le pregunté a mi marido si había visto a la cría y me dijo que no, que se limitó a decirles cómo había leído en internet que se cazaban los murciélagos y se les despegaba del lugar en el que estaban agarrados si era necesario. Al parecer ninguno de los dos integrantes del equipo se habían enfrentado nunca a una situación así y no sabían qué hacer ni se les ocurrió mirar un tutorial en You Tube de cómo actuar. Según me contó mi marido, tras un rato de miradas entre los dos para ver quien se decidía a cogerle, el Hombre Rata se arrancó y siguiendo las indicaciones de mi esposo rescató a la cría. Tampoco sabían muy bien qué hacer con ella. Una vez más fue mi marido quien les sugirió que quizás habría algún centro de adopción de animales huérfanos donde llevarle puesto que es una especie en extinción. Al oír el consejo se acordaron de un amigo que trabajaba en un centro así y pusieron rumbo a él. Nunca sabremos si nos lo dijeron para dejarnos tranquilos y como muestra de que son fieles cumplidores de la ley pero en realidad soltaron al «baby-bat» en cualquier bosquecillo de los muchos que hay o si, por el contrario, nos dijeron la verdad y le llevaron con su amigo. Como en la película La vida Pi, prefiero creer la segunda opción porque he de confesar que al final me solidaricé con la familia de «bats» destruída y me dan mucha pena. Deduzco que la historia Disney que se desarrolló en nuestro ático fue la historia de una familia de «bats» -papá, mamá y bebé- que vivían allí felizmente hasta que cerraron los agujeros del tejado por los que salían. Papá y mamá se fueron en busca de un nuevo camino para salir al exterior y poder así conseguir comida para ellos mismos y para su retoño que esperaba confortablemente en su nido. Pero un día no regresaron porque alguien muy malvado les dio con la ventana en las narices y les impidieron el acceso al interior. Los padres perdieron a su hijito y su hijo, además de casi morir de hambre, se quedó huérfano. 



Mi marido me contó que fue incapaz de mirar dentro de la caja por pena hacia el animalito -o ¿sería por asco, y no me lo quiso reconocer?-. Yo, por mi parte, y pasados los malos ratos que viví, me he vuelto más comprensiva con los «bats». Ahora los veo más «humanos» y ya no quiero matar a ningún ecologista que me intente convencer de la importancia de protegerlos. Ahora yo me he vuelto ese ecologista, pero eso sí, que los murciélagos monten su ecosistema fuera de mi habitación, por favor.

Tira cómica hecha por mi hija.