domingo, 12 de septiembre de 2021

11 de septiembre, veinte años después


Hoy es una pregunta recurrente: ¿qué estaba yo haciendo cuando tiraron las Torres Gemelas hace 20 años? Pues estaba viéndolo en directo. Alucinada. No podía dar crédito a lo que contemplaban mis ojos a través de una televisión gigante e hipermoderna de la tienda de marca danesa Bang & Olufsen ubicada en un centro comercial madrileño. En aquella época trabajaba cerca de allí y había ido, junto con un par de compañeras, a comprar el regalo para el bebé recién nacido de nuestro jefe. Paramos a comer en una de las terrazas interiores y charlábamos animadamente sobre Nueva York. Acababa de volver de vacaciones de esa increíble ciudad, justo hacía un mes, el 11 de agosto. Y una de mis amigas se iba allí una semana con su pareja pocos días después. Su móvil sonó. Era su novio. Por la cara que puso y lo que le contestaba, nos dimos cuenta que algo raro estaba ocurriendo. Cuando colgó nos contó que una avioneta parecía haberse estrellado contra una de las Torres Gemelas. Un terrible accidente, sin duda. Levantamos la cabeza hacia la tienda de televisiones y allí estaba la imagen de la primera Torre, echando humo. Casi sin darnos tiempo a comentar nada de la escena que estábamos viviendo, vimos, perplejas, y en directo, como se estrellaba el segundo avión contra la segunda torre. Un espectáculo mudo para nosotras, que aún lo hacía más incomprensible e impactante. A partir de ahí el resto de la jornada fue una de las más surrealistas que recuerdo, la otra fue los atentados de Madrid del 11 de marzo. Ambas las pasé en la redacción del medio de comunicación en el que trabajé durante varios años. Ninguna de las dos podré olvidarlas, quedaron grabadas en mi mente y en mi corazón. La empatía y la angustia hacia las víctimas y sus familiares me hacen llorar cada vez que recuerdo aquellos momentos.

Han pasado 20 años y el destino ha querido que ahora resida en una ciudad de New Jersey, el estado vecino de Nueva York. Estoy a 40 minutos en tren de Manhattan. No es difícil imaginar que aquí mucha gente vivió en primerísima persona aquel aciago día. Fueron muchos los que cogieron los trenes o el coche para ir a trabajar a la city y nunca regresaron. Según los datos oficiales 750 habitantes de NJ murieron a consecuencia del ataque, y de ellos 539 siguen “técnicamente” desaparecidos porque no han podido identificar aún sus restos. 

Cada año, cuando llega esta fecha recuerdo la sucesión de hechos que relataba al principio, pero este aniversario es distinto y más duro aún. Hay varios factores que contribuyen a que tenga esa sensación. Además de ser una conmemoración de fecha redonda, 20 años, se da la circunstancia de que en los últimos meses he puesto cara a algunos de aquellos protagonistas del sufrimiento del 11 de septiembre y a familiares de víctimas. Una de mis hijas tiene un amigo que nunca conocerá a su tío Michael. Dos décadas antes, mucho antes de que él naciera, quedó cercenada su relación. Nunca le recogerá del colegio, ni celebrará ninguno de los goles que meta en un partido, ni podrá comprarle uno de esos helados que tanto le gustan del camión-heladería itinerante del barrio.


Ayer me enteré de que nuestra calle fue el centro de reunión del vecindario. Mi casa está en una colina. Justo desde el lugar en el que mi hija se baja cada día del bus escolar, aquel 11 de septiembre muchos residentes de la zona observaron atónitos las columnas de humo de Manhattan. Se reunieron allí después de ver por televisión las mismas imágenes que yo estaba viendo en Madrid. Pero ellos estaban a poco más de 30 kilómetros de distancia y más de uno tenían un ser querido en aquella ratonera. La profesora de mi hija contó ayer a su clase como ella fue una de esas personas que estaba en ese alto, una adolescente con el corazón encogido por su tío Luc. Su tío no sólo fue de los afortunados que sobrevivió al ataque terrorista, además fue uno de los héroes de esa horrible jornada, y ayudó a salvar a 20 personas.

“Mamá, no lo entiendo. ¿Por qué hay personas así de malas? Si así no se arregla nada. Al final todo sigue igual”. Yo tampoco lo entiendo. Y no sé qué contestarle. Siempre me encanta escuchar a los niños. Sus razonamientos suelen ser los análisis más perfectos y sencillos de casi todas las situaciones. No tengo nada que añadir a la reflexión de mi hija, y menos después de oír esta mañana en la radio el testimonio de una traductora que ha logrado salir de Afganistán y llegar a Italia. Sus palabras se me han clavado en el alma y se han unido al pensamiento expresado por mi niña: “lo he perdido todo, todo aquello por lo que luché en estos 20 años no ha servido para nada. Mi esfuerzo para mejorar el estado de la mujer en Afganistán, para lograr nuestros derechos… todo ha quedado en cero”.

Creo que a partir de ahora nunca volveré a ver el alto de la colina de mi casa con los mismos ojos. Cada tarde, cuando recoja a mi hija del bus, estoy segura que me acordaré del 11 de septiembre, de sus víctimas, de sus familias, de los héroes, de los villanos y de las mujeres de Afganistán. Espero, eso sí, que el aire sibilante entre los árboles me susurre “no pierdas la esperanza, algún día el mundo será mejor”.


martes, 6 de abril de 2021

Vacuna, esperanza y alegría

Junio de 2019, esa es la fecha de mi último post. Casi han pasado dos años. ¡Guau! Increíble. 

Desde entonces han ocurrido muchas cosas en mi vida, y en la de todos. Una de ellas ha impactado sobre la totalidad de los ocupantes del planeta. La Pandemia. ¡Qué fuerte! Sí, sí, digo bien, ha afectado al cien por cien de los habitantes de la Tierra, entendiendo además por habitantes cualquier tipo de forma de vida, incluso a las amebas. La Pandemia -con mayúsculas, porque aunque ha habido otras, nunca se había vivido una de forma tan global- ha modificado tanto la vida de los humanos que los cambios de hábitos han afectado en cascada a todo el globo terráqueo. 

Esos cambios en unos casos han sido para bien (véase que los niveles de contaminación han descendido), en otros para mal (ni me entretengo en nombrarlos que ya los sabemos todos y me entran ganas de llorar). Ahora bien, mi pregunta es: ¿cuánto tiempo se van a perpetuar esos cambios? Sí, ya sé es la pregunta del millón. Todo el mundo quiere la respuesta y nadie la tiene. Bueno, yo creo que tengo una bastante aproximada: el menor tiempo posible. Y es que la inmensa mayoría de las personas estamos deseando volver a nuestra zona de confort, la que conocíamos antes de la Pandemia.

¿Habremos cambiado? Creo que poco. Recuerdo los primeros días, cuando más despistados estábamos. Éramos como hormigas a las que han borrado el camino. En ese punto una especie de borrachera colectiva hacía brindar al sol y repetir como un mantra: “saldremos mejores y más fuertes”. ¡Ja! Yo debo ser muy pesimista o muy cabrona porque la verdad es que nunca me lo creí y tampoco fui de las que lancé la proclama. Yo me refugié en ver memes por WhatsApp y reenviarlos como una loca. Mejor reírme con la triste realidad que dejarme arrastrar por la desesperación. ¿Frívola? Puede. ¿Superviviente a la locura? Seguro. No hay nada más cierto que unas buenas risas son el mejor ansiolítico.

A día de hoy la esencia del mundo no parece haber cambiado mucho con respecto a junio de 2019, la fecha que escribía al principio. El egoísmo, las luchas políticas, la desigualdad económica y social, los extremismos… siguen igual o peor. Y a eso añadirle una crisis económica y un aumento del paro que ni te cuento. Por no hablar del número de muertes y el daño físico y psicológico que está dejando tras de sí el maldito Covid y los confinamientos.

Supongo que cualquiera que haya sido capaz de llegar hasta este punto de la lectura sin echarse a llorar, estará a punto de hacerlo. La conclusión no puede ser otra que: ¡vaya mierda! Pero aquí es donde mi angelita buena me da un tirón de oreja para que le haga caso a ella -sí yo tengo angelitas, no angelitos- y deje de escuchar a la diablesa y me recuerda que esta mañana he vivido un momento mágico que me ha hecho muy feliz y que me ha hecho recuperar la confianza en que dejaremos atrás esta pesadilla.


Hace un par de días me pusieron la segunda dosis de la vacuna anti Covid. Ayer estuve un poco pachucha con la reacción, pero hoy me he levantado totalmente recuperada. Para celebrarlo he ido al Dunkin Donuts después de dejar a mis hijas en el cole. ¿Hay algo más americano que eso? Pocas cosas, desde luego. 

Aclaro que ahora estoy viviendo en New Jersey, en Estados Unidos y que vivir aquí muchas veces implica tener la sensación de estar dentro de una comedia de situación americana. Sin embargo, desde hace trece meses esa sensación se había diluido muchísimo por la Pandemia, y era más bien una sensación de vivir en una película distópica. Pero hoy he vuelto a experimentar con fuerza la impresión de ser la protagonista de una sitcom. Y me ha encantado. Me ha hecho revivir. 

Es verdad que hoy estaba muy contenta por tener la vacuna puesta. La sensación de seguridad que da hace respirar. Y posiblemente yo hoy veía el mundo de otra forma. La realidad distópica sigue ahí. Los comercios medio cerrados, los carteles en los que se recuerda la obligación de entrar con mascarilla, la mayor parte de los restaurantes y cafés con cartulinas que indican que sólo se sirve para llevar… Pero el Dunkin Donuts tenía una actividad normal de las 9 de la mañana, con sus clientes entrando y saliendo con sus bolsas de donuts y sus cafés. 



He llegado, he aparcado mi coche típico de madre americana en la mismísima puerta. La madre (porque era madre, fijo) del coche de al lado y yo nos hemos puesto las mascarillas antes de salir (la suya más fashion, todo hay que decirlo, con brillantitos y todo; la mía una KN95 más segura que glamourosa), nos hemos mirado de reojo y nos hemos medido las fuerzas mentalmente como si fuéramos a batirnos en duelo por los donuts. A continuación hemos salido del coche y ella me ha tomado la delantera, pero a mí un amable y sonriente yankee me ha sujetado la puerta cortesmente y ¡me ha saludado! No, no pienso que el buen hombre estuviera intentando ligar. Lo que me ha llamado la atención es que hasta ahora todos íbamos taimados y sin casi mirar a quienes nos cruzábamos, mucho menos sujetar la puerta y exponernos a reducir el espacio a menos de dos metros, y la puerta te caía en las narices, seguro. 
Pero el micro mundo que he visto esta mañana era el de mantener medidas de seguridad aunque dejando el miedo de lado. Y al entrar en el café ha continuado la sitcom. John (llamemosle así por ejemplo), el encargado de la oficina de donuts parecía escogido en un casting. Era un americano cercano a los sesenta, con su gorra bien puesta, alto y con acento de New Jersey. Ha bromeado conmigo, al igual que con todos los clientes y estoy segura que es vecino del barrio y que conoce a toda la comunidad por sus nombres y problemas, como Ted Danson en Cheers.


En fin, que me ha encantado vivir esos minutos de libertad pandémica y experimentar la esperanza de volver a pisar terreno conocido en “el menor tiempo posible”.