domingo, 12 de septiembre de 2021

11 de septiembre, veinte años después


Hoy es una pregunta recurrente: ¿qué estaba yo haciendo cuando tiraron las Torres Gemelas hace 20 años? Pues estaba viéndolo en directo. Alucinada. No podía dar crédito a lo que contemplaban mis ojos a través de una televisión gigante e hipermoderna de la tienda de marca danesa Bang & Olufsen ubicada en un centro comercial madrileño. En aquella época trabajaba cerca de allí y había ido, junto con un par de compañeras, a comprar el regalo para el bebé recién nacido de nuestro jefe. Paramos a comer en una de las terrazas interiores y charlábamos animadamente sobre Nueva York. Acababa de volver de vacaciones de esa increíble ciudad, justo hacía un mes, el 11 de agosto. Y una de mis amigas se iba allí una semana con su pareja pocos días después. Su móvil sonó. Era su novio. Por la cara que puso y lo que le contestaba, nos dimos cuenta que algo raro estaba ocurriendo. Cuando colgó nos contó que una avioneta parecía haberse estrellado contra una de las Torres Gemelas. Un terrible accidente, sin duda. Levantamos la cabeza hacia la tienda de televisiones y allí estaba la imagen de la primera Torre, echando humo. Casi sin darnos tiempo a comentar nada de la escena que estábamos viviendo, vimos, perplejas, y en directo, como se estrellaba el segundo avión contra la segunda torre. Un espectáculo mudo para nosotras, que aún lo hacía más incomprensible e impactante. A partir de ahí el resto de la jornada fue una de las más surrealistas que recuerdo, la otra fue los atentados de Madrid del 11 de marzo. Ambas las pasé en la redacción del medio de comunicación en el que trabajé durante varios años. Ninguna de las dos podré olvidarlas, quedaron grabadas en mi mente y en mi corazón. La empatía y la angustia hacia las víctimas y sus familiares me hacen llorar cada vez que recuerdo aquellos momentos.

Han pasado 20 años y el destino ha querido que ahora resida en una ciudad de New Jersey, el estado vecino de Nueva York. Estoy a 40 minutos en tren de Manhattan. No es difícil imaginar que aquí mucha gente vivió en primerísima persona aquel aciago día. Fueron muchos los que cogieron los trenes o el coche para ir a trabajar a la city y nunca regresaron. Según los datos oficiales 750 habitantes de NJ murieron a consecuencia del ataque, y de ellos 539 siguen “técnicamente” desaparecidos porque no han podido identificar aún sus restos. 

Cada año, cuando llega esta fecha recuerdo la sucesión de hechos que relataba al principio, pero este aniversario es distinto y más duro aún. Hay varios factores que contribuyen a que tenga esa sensación. Además de ser una conmemoración de fecha redonda, 20 años, se da la circunstancia de que en los últimos meses he puesto cara a algunos de aquellos protagonistas del sufrimiento del 11 de septiembre y a familiares de víctimas. Una de mis hijas tiene un amigo que nunca conocerá a su tío Michael. Dos décadas antes, mucho antes de que él naciera, quedó cercenada su relación. Nunca le recogerá del colegio, ni celebrará ninguno de los goles que meta en un partido, ni podrá comprarle uno de esos helados que tanto le gustan del camión-heladería itinerante del barrio.


Ayer me enteré de que nuestra calle fue el centro de reunión del vecindario. Mi casa está en una colina. Justo desde el lugar en el que mi hija se baja cada día del bus escolar, aquel 11 de septiembre muchos residentes de la zona observaron atónitos las columnas de humo de Manhattan. Se reunieron allí después de ver por televisión las mismas imágenes que yo estaba viendo en Madrid. Pero ellos estaban a poco más de 30 kilómetros de distancia y más de uno tenían un ser querido en aquella ratonera. La profesora de mi hija contó ayer a su clase como ella fue una de esas personas que estaba en ese alto, una adolescente con el corazón encogido por su tío Luc. Su tío no sólo fue de los afortunados que sobrevivió al ataque terrorista, además fue uno de los héroes de esa horrible jornada, y ayudó a salvar a 20 personas.

“Mamá, no lo entiendo. ¿Por qué hay personas así de malas? Si así no se arregla nada. Al final todo sigue igual”. Yo tampoco lo entiendo. Y no sé qué contestarle. Siempre me encanta escuchar a los niños. Sus razonamientos suelen ser los análisis más perfectos y sencillos de casi todas las situaciones. No tengo nada que añadir a la reflexión de mi hija, y menos después de oír esta mañana en la radio el testimonio de una traductora que ha logrado salir de Afganistán y llegar a Italia. Sus palabras se me han clavado en el alma y se han unido al pensamiento expresado por mi niña: “lo he perdido todo, todo aquello por lo que luché en estos 20 años no ha servido para nada. Mi esfuerzo para mejorar el estado de la mujer en Afganistán, para lograr nuestros derechos… todo ha quedado en cero”.

Creo que a partir de ahora nunca volveré a ver el alto de la colina de mi casa con los mismos ojos. Cada tarde, cuando recoja a mi hija del bus, estoy segura que me acordaré del 11 de septiembre, de sus víctimas, de sus familias, de los héroes, de los villanos y de las mujeres de Afganistán. Espero, eso sí, que el aire sibilante entre los árboles me susurre “no pierdas la esperanza, algún día el mundo será mejor”.


martes, 6 de abril de 2021

Vacuna, esperanza y alegría

Junio de 2019, esa es la fecha de mi último post. Casi han pasado dos años. ¡Guau! Increíble. 

Desde entonces han ocurrido muchas cosas en mi vida, y en la de todos. Una de ellas ha impactado sobre la totalidad de los ocupantes del planeta. La Pandemia. ¡Qué fuerte! Sí, sí, digo bien, ha afectado al cien por cien de los habitantes de la Tierra, entendiendo además por habitantes cualquier tipo de forma de vida, incluso a las amebas. La Pandemia -con mayúsculas, porque aunque ha habido otras, nunca se había vivido una de forma tan global- ha modificado tanto la vida de los humanos que los cambios de hábitos han afectado en cascada a todo el globo terráqueo. 

Esos cambios en unos casos han sido para bien (véase que los niveles de contaminación han descendido), en otros para mal (ni me entretengo en nombrarlos que ya los sabemos todos y me entran ganas de llorar). Ahora bien, mi pregunta es: ¿cuánto tiempo se van a perpetuar esos cambios? Sí, ya sé es la pregunta del millón. Todo el mundo quiere la respuesta y nadie la tiene. Bueno, yo creo que tengo una bastante aproximada: el menor tiempo posible. Y es que la inmensa mayoría de las personas estamos deseando volver a nuestra zona de confort, la que conocíamos antes de la Pandemia.

¿Habremos cambiado? Creo que poco. Recuerdo los primeros días, cuando más despistados estábamos. Éramos como hormigas a las que han borrado el camino. En ese punto una especie de borrachera colectiva hacía brindar al sol y repetir como un mantra: “saldremos mejores y más fuertes”. ¡Ja! Yo debo ser muy pesimista o muy cabrona porque la verdad es que nunca me lo creí y tampoco fui de las que lancé la proclama. Yo me refugié en ver memes por WhatsApp y reenviarlos como una loca. Mejor reírme con la triste realidad que dejarme arrastrar por la desesperación. ¿Frívola? Puede. ¿Superviviente a la locura? Seguro. No hay nada más cierto que unas buenas risas son el mejor ansiolítico.

A día de hoy la esencia del mundo no parece haber cambiado mucho con respecto a junio de 2019, la fecha que escribía al principio. El egoísmo, las luchas políticas, la desigualdad económica y social, los extremismos… siguen igual o peor. Y a eso añadirle una crisis económica y un aumento del paro que ni te cuento. Por no hablar del número de muertes y el daño físico y psicológico que está dejando tras de sí el maldito Covid y los confinamientos.

Supongo que cualquiera que haya sido capaz de llegar hasta este punto de la lectura sin echarse a llorar, estará a punto de hacerlo. La conclusión no puede ser otra que: ¡vaya mierda! Pero aquí es donde mi angelita buena me da un tirón de oreja para que le haga caso a ella -sí yo tengo angelitas, no angelitos- y deje de escuchar a la diablesa y me recuerda que esta mañana he vivido un momento mágico que me ha hecho muy feliz y que me ha hecho recuperar la confianza en que dejaremos atrás esta pesadilla.


Hace un par de días me pusieron la segunda dosis de la vacuna anti Covid. Ayer estuve un poco pachucha con la reacción, pero hoy me he levantado totalmente recuperada. Para celebrarlo he ido al Dunkin Donuts después de dejar a mis hijas en el cole. ¿Hay algo más americano que eso? Pocas cosas, desde luego. 

Aclaro que ahora estoy viviendo en New Jersey, en Estados Unidos y que vivir aquí muchas veces implica tener la sensación de estar dentro de una comedia de situación americana. Sin embargo, desde hace trece meses esa sensación se había diluido muchísimo por la Pandemia, y era más bien una sensación de vivir en una película distópica. Pero hoy he vuelto a experimentar con fuerza la impresión de ser la protagonista de una sitcom. Y me ha encantado. Me ha hecho revivir. 

Es verdad que hoy estaba muy contenta por tener la vacuna puesta. La sensación de seguridad que da hace respirar. Y posiblemente yo hoy veía el mundo de otra forma. La realidad distópica sigue ahí. Los comercios medio cerrados, los carteles en los que se recuerda la obligación de entrar con mascarilla, la mayor parte de los restaurantes y cafés con cartulinas que indican que sólo se sirve para llevar… Pero el Dunkin Donuts tenía una actividad normal de las 9 de la mañana, con sus clientes entrando y saliendo con sus bolsas de donuts y sus cafés. 



He llegado, he aparcado mi coche típico de madre americana en la mismísima puerta. La madre (porque era madre, fijo) del coche de al lado y yo nos hemos puesto las mascarillas antes de salir (la suya más fashion, todo hay que decirlo, con brillantitos y todo; la mía una KN95 más segura que glamourosa), nos hemos mirado de reojo y nos hemos medido las fuerzas mentalmente como si fuéramos a batirnos en duelo por los donuts. A continuación hemos salido del coche y ella me ha tomado la delantera, pero a mí un amable y sonriente yankee me ha sujetado la puerta cortesmente y ¡me ha saludado! No, no pienso que el buen hombre estuviera intentando ligar. Lo que me ha llamado la atención es que hasta ahora todos íbamos taimados y sin casi mirar a quienes nos cruzábamos, mucho menos sujetar la puerta y exponernos a reducir el espacio a menos de dos metros, y la puerta te caía en las narices, seguro. 
Pero el micro mundo que he visto esta mañana era el de mantener medidas de seguridad aunque dejando el miedo de lado. Y al entrar en el café ha continuado la sitcom. John (llamemosle así por ejemplo), el encargado de la oficina de donuts parecía escogido en un casting. Era un americano cercano a los sesenta, con su gorra bien puesta, alto y con acento de New Jersey. Ha bromeado conmigo, al igual que con todos los clientes y estoy segura que es vecino del barrio y que conoce a toda la comunidad por sus nombres y problemas, como Ted Danson en Cheers.


En fin, que me ha encantado vivir esos minutos de libertad pandémica y experimentar la esperanza de volver a pisar terreno conocido en “el menor tiempo posible”.

lunes, 10 de junio de 2019

¿Es un pájaro? ¿Es un avión?¿Es Súper Coco? Noooooo… Es un «MURCIÉGALO»


Hoy vuelvo a salir de mi caverna. Hace casi un año desde que la abandoné por última vez. Mi reclusión no es voluntaria. El tiempo, o, más bien, la falta de él, es el culpable. Me encanta escribir y en mi mente escribo todos los días, pero lo de plasmarlo en soporte digital ya es otra cosa. Como comúnmente se dice, no me da la vida. Entonces, ¿por qué hoy sí he encontrado el tiempo necesario para este post? Pues porque unos vecinos muy especiales que he tenido el disgusto de conocer me han obligado a seguir su ejemplo y abandonar mi retiro. No, no he bebido nada de alcohol, aunque mi discurso pueda parecer algo inconexo y extraño. Paso a relatar el episodio que he vivido recientemente y que es el responsable de mi reaparición, porque si no lo cuento, reviento. Necesito escribir esta historia como tratamiento de control antilocura y antiangustia. Como dicen que compartir, es vivir, allá voy.


Era un martes por la noche como muchos otros martes por la noche de mi vida. Nada apuntaba a que aquel fuera a ser distinto. Mi marido estaba de viaje de trabajo, las niñas terminando los deberes y yo ejercía de perfecta madre que está friendo unos «filetitos» para sus nenas. Todo en orden. De repente oigo un grito muy excitado de mi hija pequeña:

—¡Mamá! Hay un pájaro volando en tu habitación.

—¡¿Qué?! ¿Estás bromeando, no? ¿Cómo va a haber un pájaro en mi habitación volando? ¿Por dónde va ha entrado si todo está cerrado?

En ese momento un grito aterrador sale de la garganta de mi hija mayor.

—¡Aghhhhh! ¡Mamá, que es verdad! ¡Hay algo volando en tu habitación!

Mi hija pequeña, con risa nerviosa vuelve a gritarme:

—¡Qué sí, mamá, que sí! ¡Que hay un pájaro o un «murciégalo» volando por tu habitación! ¡Ahhhhh!

—¿Cómo que un murciélago? Sal de la habitación que voy para allá a ver qué es eso que me estáis contando.

Yo, muy en mi papel de madre, aparentando una seguridad que estaba muy lejos de sentir para intentar infundir tranquilidad a mis hijas, me dirigí temblando por dentro hacia mi habitación. Mi sexto sentido me decía que me iba a encontrar con un «murciégalo» como que yo me llamo Nuria. Y como es más que comprensible, me aterran. Porque que tire la primera piedra el que no siente, cuando menos, repelús por un murciélago de verdad, que los de Halloween son muy graciosos, pero son de mentira.

Al llegar dos pasos antes de la puerta de la habitación, los dos satélites en forma de hijas que tengo se instalaron a mi espalda estableciendo un escuadrón casi perfecto. Al asomar mi nariz tímidamente por la puerta pude comprobar que, efectivamente, mis hijas no bromeaban. Un enorme ejemplar de «murciégalo» planeaba por mi habitación. En lo que yo cerré un segundo los ojos y tragué saliva, pensando «¡Madre mía!, ¿qué he hecho yo para merecer ésto? ¿Cómo le voy a sacar de aquí?», el bicho se colgó de la rejilla del aire acondicionado que está justo encima de mi cama. Casi muero del asco allí mismo. Sin embargo, me repuse en un segundo y el alma de periodista que llevo dentro me hizo reaccionar. Mandé salir a las niñas del cuarto por si el bicharraco se ponía violento y atacaba. Con tiento, pero sin dudar, me acerqué a la cama donde, casualmente, se encontraba mi móvil. Muy cuidadosamente, para no asustarle, le saqué un reportaje fotográfico con la cámara del iPhone que bien podría figurar en la revista de National Geographic.




Retrocediendo sin perderle la vista salí del cuarto y cerré la puerta. En el segundo que paré para tomar aire se me pasó por la mente la idea de que mi marido, que había salido aquella mañana de viaje, había sido víctima de un mordisco de vampiro y que, en realidad aquel murciélago que había dejado agarrado a la rejilla era mi pobre marido transformado en «murciégalo». «mi» habitación.



Ante aquella idea mi destino y el de mis hijas estaba claro, estábamos condenadas a convertirnos nosotras también en vampiros. ¡Horror y terror! Deseché aquella visión y me obligué a volver a la cruda realidad. Corriendo instintivamente fui a buscar la escoba con la intención de sacarle a escobazos de

—¡Mamá!, ¿qué haces? —me gritó mi hija mayor.

—¿Cómo que qué hago? Pues coger la escoba para sacar al bicho ese de casa.

—¡Noooooo! No hagas eso.

—¿Cómo que no haga eso? ¿Pues cómo lo saco entonces?

—Mira, he buscado en internet cómo sacar un murciélago de la casa. Y dice que hay que abrir una ventana, apagar la luz, cerrar la puerta y esperar a que se vaya. Que no se les debe dar escobazos porque se ponen nerviosos y pueden atacar y morder. Y si te muerden y tienen la rabia, estás perdido, te mueres.

—¡Ah! Pues parece que el sistema que cuentan en internet es más fácil y mejor que mi idea de la escoba, sí. Está claro que somos de dos generaciones diferentes. A mi en este momento lo último que se me ha ocurrido es consultar internet.

Así pues, armada con la escoba por si, pese a las recomendaciones del Dios Internet, la necesitaba, me armé nuevamente de valor y volví a entrar en la habitación para seguir rigurosamente los consejos del gurú digital.

Cuando salí temblaba como un pollito porque lograr abrir la ventana a oscuras sin que me diera un infarto sintiendo que el bicho volaba de un lado a otro del cuarto dándose mamporrazos con las paredes y los muebles fue toda una experiencia. Me acordé de Tippi Hedren en Los Pajáros de Alfred Hitchcock. Me sentía como ella, había podido experimentar un poquito del terror que la protagonista vivía en la película.

En ese momento llamó mi marido desde la otra punta del país y le conté todo lo que estábamos viviendo en nuestra casa de New Jersey. El pobre no daba crédito y me preguntó si quería que llamara a la dueña de la casa para que mandara a alguien a sacar el murciélago de nuestro dormitorio. Un rotundo sí salió de mi boca porque no estaba nada convencida de que el truco de internet fuera a funcionar y yo, sinceramente, no me veía a mi misma como la Juana de Arco de mi hogar.

A eso de las 10.30 de la noche se presentó en casa la «patrulla de los caza bats» (en inglés suena mejor que en español, “patrulla cazamurciélagos” no es lo mismo ni de lejos). El comando estaba integrado por dobles del Príncipe de Bel Air y el Sr. Barragán, o lo que es lo mismo, el dueño de la casa y un «manitas» que le acompaña fielmente allá donde se necesita cualquier tipo de reparación, sea de la índole que sea. Sus armas de trabajo eran una literna y unas cajas de cartón de dimensiones bíblicas. Tras gastarme la broma de que venían a cazar la cena se encaminaron al dormitorio. Después de un rato de reconocimiento y búsqueda llegaron a la conclusión de que el visitante había entendido que no era bienvenido en aquella morada y se había largado por la ventana. Parecía que el consejo cibernáutico había triunfado. A mi pregunta sobre cómo había podido colarse semejante animal en mi casa cuando todas las ventanas estaban cerradas, se limitaron a encogerse de hombros y a mostrarse tan asombrados como yo. En ese momento, ni se me pasó por la cabeza que su aparición hubiese tenido que ver con el hecho de que esa misma tarde, aquellos dos hombres habían estado haciendo algunos trabajos que ellos denominaron de «mantenimiento» en la casa para que luciese lustrosa y hermosa para una posible venta que llevan persiguiendo semanas. Muy convencidos me dijeron que podía dormir con tranquilidad en la habitación porque allí no había nada de nada, pero que, para mi mayor tranquilidad mandarían al día siguiente a un experto en eliminar bichos de casas a que echara un vistazo y diera alguna teoría que explicara lo que había ocurrido.

Educadamente les despedí y, claro está, no dormí en mi habitación. No tenía ninguna intención de volver a descansar allí hasta que el profesional del exterminio de bichos visitara la escena del crimen y me jurara por sus hijos que allí no había ni volvería a ver un «bat».

A la mañana siguiente un responsable de control de plagas o el «chico de los bichos» como son popularmente conocidos estos profesionales en Estados Unidos, llamó a mi puerta. Al verle pegué un respingo. Era una especia de Hombre Lobo en su faceta de humano. No podía ser. ¡Qué cierta es la frase de «a veces, la realidad superara la ficción»! Se encaminó a la habitación tras escuchar pacientemente mi historia narrada en mi inglés de supervivencia. Allí pasó un rato largo subiendo y bajando del ático, mirando, buscando. Tras hablar por teléfono con el dueño de la casa me dio su veredicto. Lo que había pasado es que la tarde anterior el Príncipe de Bel Air y el Sr. Barragán habían cerrado varios agujeros del tejado. Uno de ellos debía corresponder a la entrada por la que los murciélagos entraban y salían del ático de la casa en busca de alimento. Al encontrar cerrada su salida habitual, el murciélago había buscado otra salida hacia el exterior y había encontrado una rejilla inutilizada del aire acondicionado para salir directo a mi habitación, errando así su auténtica intención de salir hacia el exterior. El Hombre Lobo no había encontrado más murciélagos en el desván, pero era posible que hubiera más porque según me explicó son maestros en el arte del escondite. La ley de New Jersey prohíbe entre los meses de mayo y agosto cerrar agujeros por donde los murciélagos puedan entrar y salir a sus guaridas porque son una especie protegida y en esas semanas es cuando nacen los murcielaguitos y aprenden a volar. Por lo tanto durante ese periodo necesitan ser alimentados por sus progenitores o mueren. Si se echa a los murciélagos adultos, los bebés no podrían sobrevivir. La situación por tanto quedaba así: tenían que reabrir el agujero tapado del tejado y estábamos obligados a convivir en el ático con los murciélagos hasta que el 1 de agosto pudieran poner unas redes para desahuciar a los murciélagos de nuestro ático. El chico me dijo que iba a colocar una tela metálica en la que suponía que había sido su rejilla de salida para evitar que si había más murciélagos hicieran lo mismo que el de la noche anterior y salieran a mi habitación, Además, me recomendó que pusiera espejos enfrentados en la habitación por si estaba equivocado y salían por otra parte, para que se asustaran al verse reflejados y buscaran huir de allí. En su opinión podía dormir allí perfectamente aún en el caso de que de que se volviera a colar alguno porque según me explicó son inofensivos y aunque se pueden colgar de cualquier parte, ellos van a su rollo y no molestan. Evidentemente no podía dar crédito a todo aquello que me estaba contando y, mientras estallaba en una risa nerviosa porque la situación me superaba, le pregunté si me estaba tomando el pelo. Amable y compresivo me dijo que no, que, entendía que estuviera nerviosa, pero que eran los pasos normales a dar, y me repitió que no se podían saltar la ley.

Agotada di la conversación por finalizada y cuando por fin me quedé sola decidí darme una ducha relajante para intentar superar la tensión acumulada de la noche y la mañana.

Con esmero preparé la ropa que me iba a poner y la dejé sobre la cama. Aproveché también a dejar cargando el móvil en la mesilla. La ducha me vino de maravilla y cuando salí del baño cual Venus de Botticelli saliendo del mar, desnuda como mi madre me trajo al mundo en busca de la ropa que había dejado en la cama, mis sentidos me advirtieron que algo no iba bien y me detuve en seco. En la ventana divisé una sospechosa mancha negra. Mi miopía me impedía ver con nitidez por lo que muy despacio volví al cuarto de baño y cogí las gafas que había dejado allí. Nada más colocarlas en mis ojos la cruda realidad se confirmó. Allí había un murciélago otra vez. Justo encima de mi preciado móvil. Me sentí la protagonista de una película de terror de serie B. Allí, desnuda, vulnerable ante el murciélago que pronto se convertiría en vampiro, estaba perdida. Mis días habían llegado a su fin. Reponiéndome del terror que sentía me acerqué muy lentamente a la cama y me fui vistiendo igualmente muuuuy despacio. Cuando terminé, tragué saliva y con mucho cuidado y tiento estiré el brazo hasta la mesilla y desconecté el móvil del cargador. Ya era mío. Ahora sólo unos metros me separaban de la puerta y de mi libertad. Sin prisa, paso a paso, llegué hasta allí. Misión cumplida. El «bat» seguía en la misma posición, supongo que estaba echado un sueñecito y la criatura ni se enteró de mi presencia.



Cerré la puerta y, ya a salvo, llamé a mi marido para contarle con todo lujo de detalles la terrible experiencia por la que terminaba de pasar. Lo primero que me preguntó es si era el mismo que la noche anterior. Ante lo que me pareció la pregunta más estúpida del mundo mi respuesta fue el resultado de varios minutos de gran tensión acumulada, es decir, que le eche un bufido monumental y le contesté que no se me había ocurrido preguntárselo. Horas después caí en la cuenta que yo también había tenido el mismo pensamiento que mi marido y que una de las primeras cosas cosas que pasó por mi mente al salir de aquella ducha fue si el bicho era el mismo que el visitante de la noche previa. Llegué a la conclusión de que no, este último me pareció más pequeño.

Con las mismas volvimos a llamar al Hombre Lobo y le hicimos regresar a cazar al nuevo inquilino. El profesional de «pest control» llegó con una caja más acorde al tamaño de un «bat» que las que la noche anterior trajeron la «patrulla de los cazabats», pero el resultado fue el mismo porque el «bat» había desaparecido otra vez sin dejar rastro. El Hombre Lobo me aconsejó que dejara la ventana abierta todo el día y que cuando hubiera anochecido la cerrara. Él estaba seguro que así saldría de nuestras vidas porque es al anochecer cuando salen para cazar y era imposible que se resistiera a su instinto de supervivencia y caza. Además, me aseguró que el sábado acudiría con su amigo hiperexperto en echar bichos de las casas y abrirían el agujero y volverían a revisar el ático en busca murciélagos.

No habían pasado ni cuatro horas cuando en una incursión al baño de mi habitación en busca de algodón encontré revoloteando torpemente en el suelo el tercer murciélago. Huí como alma que lleva el diablo y salí de la habitación dando un portazo. Decidí no llamar esta vez al Hombre Lobo y esperar a la noche para ver si la teoría del mozo se convertía en solución probada.



Efectivamente, pareció haber dado con la solución y los «bats» parecía que habían desaparecido en la noche. A la mañana siguiente disfrazada como el Hombre Invisible cuando se ponía indumentaria para recobrar su presencia me planté en mi habitación para coger ropa y cosas que necesitaba de aquella estancia. Leí en internet que había que cubrirse bien el cuerpo y la cara cuando se estaba en la misma habitación que los murciélagos por si se ponían nerviosos y atacaban evitar así una fatal mordedura. Yo seguí sus indicaciones como una alumna aventajada y, ante la incertidumbre de no saber si el visitante o visitantes habían salido o permanecían allí escondidos, me tapé de arriba a abajo con lo que tenía a mano. Una cazadora de cuero, un gorro de lana, los guantes de la nieve, las gafas para cortar el césped y que no salten ramitas a los ojos y mi fiel escoba -que dijera lo que dijera internet no iba a dejar atrás por si la moscas- formaron mi uniforme de trabajo. Ahora ya lo puedo confesar, a exagerada no me gana nadie, casi muero de asfixia dentro de aquel uniforme protector improvisado. Recogí lo más rápidamente que mi ropaje me dejaba lo que quería y dejé «precintada» la habitación hasta el regreso de mi marido y la vuelta prometida del equipo de «pest control».





Durante dos días no vi nada, pero sí oí ruidos más que sospechosos procedentes del ático. Cuando mi marido regresó de su viaje, para comprobar si había visitantes en nuestra habitación, colocó una cámara de vídeo en el dormitorio conectada a un sensor de movimiento. Su condición de ingeniero, a veces, es útil en el hogar, y ésta parecía una de esas ocasiones. Mientras que él instalaba el invento yo no paraba de despotricar de los murciélagos y juraba que si algún ecologista me hablaba de necesidad de proteger a esta especie animal en concreto me lo iba a cargar sin remilgos. Está claro que el estrés y la falta de sueño por las largas noches en las que permanecí en vela haciendo imaginarias por si volvían a aparecer los terribles animalitos y se instalaban en las habitaciones de mis hijas habían hecho mella en mi ser. Aquella noche me fui a dormir y dejé a mi marido ultimando la elección de la música que sonaría en el caso de que hubiera movimientos en el cuarto. Por unanimidad con las niñas eligieron una sintonía fantasmagórica.

A la mañana siguiente se personaron en casa el Hombre Lobo y su amigo súper experto. Esta vez tampoco podía dejar de alucinar con lo que estaba viendo. El amigo súper experto era el vivo retrato de una rata hecha humano, una rata simpática, pero una rata. Como mi marido no estaba les conduje yo al dormitorio y les conté las últimas novedades de nuestra aventura para ponerles al día. Nada más entrar en la habitación saltó el detector de movimiento, claro está. Y el susto que se pegaron los pobres al oír la macabra musiquilla fue mayúsculo. Después de explicarles lo que pasaba, mientras yo hablaba sin parar, la melodía saltó varias veces, básicamente cada vez que yo gesticulaba en la conversación, y eso fueron muuuuuchas veces. Creo que no se enteraron mucho de lo que les dije porque les vi más pendientes de la música tenebrosa que de mi exposición de hechos.

Mi marido llegó para darme el relevo mientras yo llevaba a mis hijas a unas clases extraescolares. Cuando volví el equipo de «pest control» ya se había ido, y no lo hizo solo. Resulta que en el ático había un «baby-bat» que afortunadamente esta vez sí encontró el Hombre Rata. Si no la llega a encontrar su destino habría sido la muerte por falta de alimento. Le pregunté a mi marido si había visto a la cría y me dijo que no, que se limitó a decirles cómo había leído en internet que se cazaban los murciélagos y se les despegaba del lugar en el que estaban agarrados si era necesario. Al parecer ninguno de los dos integrantes del equipo se habían enfrentado nunca a una situación así y no sabían qué hacer ni se les ocurrió mirar un tutorial en You Tube de cómo actuar. Según me contó mi marido, tras un rato de miradas entre los dos para ver quien se decidía a cogerle, el Hombre Rata se arrancó y siguiendo las indicaciones de mi esposo rescató a la cría. Tampoco sabían muy bien qué hacer con ella. Una vez más fue mi marido quien les sugirió que quizás habría algún centro de adopción de animales huérfanos donde llevarle puesto que es una especie en extinción. Al oír el consejo se acordaron de un amigo que trabajaba en un centro así y pusieron rumbo a él. Nunca sabremos si nos lo dijeron para dejarnos tranquilos y como muestra de que son fieles cumplidores de la ley pero en realidad soltaron al «baby-bat» en cualquier bosquecillo de los muchos que hay o si, por el contrario, nos dijeron la verdad y le llevaron con su amigo. Como en la película La vida Pi, prefiero creer la segunda opción porque he de confesar que al final me solidaricé con la familia de «bats» destruída y me dan mucha pena. Deduzco que la historia Disney que se desarrolló en nuestro ático fue la historia de una familia de «bats» -papá, mamá y bebé- que vivían allí felizmente hasta que cerraron los agujeros del tejado por los que salían. Papá y mamá se fueron en busca de un nuevo camino para salir al exterior y poder así conseguir comida para ellos mismos y para su retoño que esperaba confortablemente en su nido. Pero un día no regresaron porque alguien muy malvado les dio con la ventana en las narices y les impidieron el acceso al interior. Los padres perdieron a su hijito y su hijo, además de casi morir de hambre, se quedó huérfano. 



Mi marido me contó que fue incapaz de mirar dentro de la caja por pena hacia el animalito -o ¿sería por asco, y no me lo quiso reconocer?-. Yo, por mi parte, y pasados los malos ratos que viví, me he vuelto más comprensiva con los «bats». Ahora los veo más «humanos» y ya no quiero matar a ningún ecologista que me intente convencer de la importancia de protegerlos. Ahora yo me he vuelto ese ecologista, pero eso sí, que los murciélagos monten su ecosistema fuera de mi habitación, por favor.

Tira cómica hecha por mi hija.


martes, 12 de junio de 2018

La trastienda del freelance

La vida privada siempre afecta al trabajo. Y en mi caso vaya si me ha afectado... Hace mucho tiempo que mi blog no tenía una entrada. ¿El motivo? Mis mudanzas en los últimos años. La última vez que escribí en este blog vivía en Madrid. Desde entonces he vivido en Estocolmo, Dallas y ahora New Jersey. He seguido escribiendo, pero mis compromisos laborales y mi frenética actividad como ama de casa que se tiene que adaptar a culturas, ciudades y casas distintas ha pasado factura a mi amado blog.

Pero hoy, por fin, he encontrado el tiempo para escribir una entrada sobre algunas de las “miserias” cotidianas de la trastienda a las que nos enfrentamos los aguerridos trabajadores independientes. La libertad que ofrece no estar en un entorno laboral tradicional implica una mezcla indisoluble de las dos facetas de la persona: la laboral y la personal.

Como dicen en teatro, ocurra lo que ocurra, la función debe continuar, aunque entre bastidores se esté produciendo cualquier tipo de imprevisto o catástrofe.

Si además de ser freelance se es ciudadano del mundo, como es mi caso, la fórmula trabajo-vida pasa a ser un batiburrillo difícilmente predecible. Vivir fuera de tu país es enriquecedor y toda una experiencia, no lo niego. Y sí, soy una afortunada. Lo sé. Pero no es una tarea sencilla.

Hasta que comencé a mudarme a otros países y ciudades, las cosas que me ocurrían tras las bambalinas eran relativamente sencillas de “torear”. La niña se ponía malita, el piso se inundaba por una rotura de tubería, la wifi dejaba de funcionar sin motivo y los operadores pasaban de mi, una crisis de piojos obligaba a poner en estado de excepción la casa y lavar concienzudamente hasta el último peluche… Pero cuando empezamos a movernos fuera de las fronteras españolas ya no fue tan fácil.

Las experiencias suecas tuvieron sus puntos, pero fueron una versión light si las comparo con lo que está siendo la aventura americana. Afortunadamente, suelo trabajar con antelación para minimizar los riesgos de no llegar a una entrega por alguna eventualidad. Y, además, cuento con jefes comprensivos que me facilitan todo lo que pueden mi doble tarea vital. ¡Menos mal! Si no llega a ser por mi sentido de la planificación (clave en esto de ser profesional independiente, creedme) y por la empatía de mis superiores, seguramente no habría superado laboralmente estos meses.

¿Pero qué le ha pasado a esta mujer?, os estaréis preguntando a estas alturas del post. Pues al aterrizar en USA, casi todo. Hay una serie de anuncios de una compañía de seguros muy famosos en Estados Unidos y que están protagonizados por un Alberto Mateo, un actor español que pasó un casting mundial para encarnar el malvado personaje de “La Mala Suerte”. Son unos comerciales muy divertidos que recomiendo ver a través de YouTube (https://www.youtube.com/watch?v=1U3eXSMsGcI). Mi marido y yo hemos llegado a la conclusión de que podríamos completar el elenco hispano de estos anuncios y ser junto con nuestro compatriota los protagonistas de la siguiente serie. La productora se ahorraría dinero, sin duda, porque los guionistas rebajarían muchísimo su tiempo de trabajo ya que sólo tendrían que adaptar nuestras historias, nada de dedicar tiempo a buscar nuevos argumentos. Y además, a la compañía de seguros le aportarían un valor añadido al dotar de veracidad las historias que cuentan porque podrían poner en subtítulos aquello de “basado en hechos reales”.


Nuestro paso por Dallas se puede calificar de inolvidable. La primera de nuestras calamidades fue el golpe número uno que tuvimos con el coche. Un susto a la salida de una gasolinera del que no tuvimos consecuencias físicas aunque el auto quedó con una puerta incrustada hacia dentro. La culpa no fue realmente de ninguno de los dos conductores, fue la falta de iluminación y la mala visibilidad del punto en cuestión, algo muy habitual en las carreteras de la zona.

Las peripecias con el coche no terminaron ahí. Unas semanas después, cuando nos encontrábamos iniciando unas pequeñas vacaciones para conocer el área de Austin y San Antonio, empezamos el viaje de forma nuevamente accidentada. Esta vez fue un golpe por detrás en un momento de atasco acordeón. La conductora del coche que nos embistió iba mandando mensajes de texto por el móvil y no frenó a tiempo. Unos minutos antes nos libramos de otro golpe similar, yo lo pude ver por el espejo retrovisor, el conductor iba hablando por el móvil. Pero a la segunda, fue la vencida. Y es que las autoridades tejanas no deben haber procesado aún que no es buena idea permitir hablar y mensajear por el móvil mientras se conduce. Nuevamente no tuvimos que lamentar daños físicos y nuestro coche no sufrió mucho daño, el suyo quedó siniestro, por lo que pudimos continuar viaje.

Pocas semanas después nos alcanzó en la carretera una tormenta con granizos del tamaño de huevos cuando estábamos a punto de llegar a nuestra casa. Las piedras de hielo que cayeron rompieron el techo solar de mi coche y marcaron toda la chapa. Menos mal que los cristales aguantaron lo suficiente para no desplomarse sobre nuestra cabeza y permitir que alguna de aquellas piedras heladas nos hubieran golpeado, porque no había lugar en el que parar y refugiarse hasta no llegar a la seguridad del hogar.


El clima de Dallas es muy particular. La gran llanura en la que se encuentra hace que el viento corra mucho y arrastre partículas de polen desde muchísimos kilómetros a la redonda. Además llueve mucho y las temperaturas fluctúan con facilidad. Todas estas circunstancias hacen que éste área esté catalogada por los expertos como la peor para las alergias de todo Estados Unidos. Y doy fe, es totalmente cierto. En casa hemos tenido una explosión de alergias medioambientales. En mi caso además se complicó con una implicación de los alimentos que hizo que me brotara una especie de alergia alimenticia falsa y que me llevó a un presunto shock anafiláctico. Al ponerme la adrenalina, pensando que me estaba muriendo, se desencadenó todo el protocolo de salvamento que implica la llegada del punto en el que estés de los servicios de bomberos, emergencias y policía. Cuando mi marido entró en casa se la encontró invadida por un ejército de musculosos agentes de distintos cuerpos. Mi hija mayor aún no ha superado el trauma de ver aquel espectáculo de luces y sirenas que deduzco que, durante días, fue la comidilla del barrio residencial en el que vivo. Supongo que, al igual que en las películas, los vecinos presupondrían que lo que ocurrió en la casa de “los nuevos” fue algo relacionado con malos tratos o drogas. Lo positivo de aquel día es que descubrí por fin dónde se encuentran los “tíos buenos” americanos que equivocadamente pensamos que son los habitantes medios de Estados Unidos. Mi conclusión es que deben estar todos en los servicios de emergencias, bomberos y policía. Y es que, por muy mal que me encontrara en aquel momento, el sentido de la vista no lo perdí en ningún segundo.

Otra gran situación que vivi en tierras tejanas fue una colonoscopia de revisión y una endoscopia relacionada con el tema de las alergias que tuve que hacerme. El médico que me las realizó es un encantador galeno mexicano que tuvo la deferencia de ponerme boleros, concretamente el acertado tema “Reloj no marques las horas”, mientras la anestesia hacía efecto y me dormía plácidamente. Qué no cunda el pánico, la colonoscopia salió perfecta, y en la endoscopia me quitaron tres pólipos que resultaron ser benignos. Pero confieso que pasé unos días agobiadilla hasta que me dieron todos los resultados.

Mientras todo ésto sucedía, unas cuantas plagas bíblicas de arañas, bichos voladores nocturnos no identificados, hormigas e insectos varios acudieron a nuestro nuevo hogar. Una amiga americana me recomendo a su “bug guy's” de confianza, Greg, y allí que rápidamente contacté con él para que eliminara cuanto antes de nuestra vida aquel ejército de bichos que nos invadían. Greg, “el tipo los de bichos” es un americano simpático y de aspecto bonachón. Es alérgico a las avispas aunque no duda en cazarlas al vuelo con un alicate y darles así matarile mientras sonríe y te cuenta que siempre lleva la adrenalina en el coche por si la necesita. Hace su trabajo a la perfección porque fui recogiendo diariamente cadáveres por la casa de todo bicho ex-viviente. Su secreto no lo conozco, yo lo único que sé es lo que vi el día que nos visitó. Al más puro estilo exorcista esparcidor de agua bendita, fue diseminando un líquido por dentro y por fuera de la casa.

El traslado a New Jersey fue mucho más tranquilo, pero no por eso falto de aventuras. De momento pongo un “To be continued...” porque si no este post va a ser más largo que el 'Ulises' de James Joyce.


miércoles, 18 de marzo de 2015

Obviedades

No es que yo sea especialmente escatológica, de verdad. Es más, diría que soy cero escatológica, no me gustan nada los chistes de culo, pedo y pis. Pero entiendo que pueda parecer lo contrario porque ya he escrito alguna entrada sobre temas relacionados con el wc. Pero no son escenas que yo vaya buscando, son ellas las que me buscan a mi. Están ahí, y no puedo ignorarlas.

La última ha sido esta semana. ¿El lugar? El cuarto de baño de una biblioteca pública, pero podría haber sido en cualquier otro sitio, nada tiene que ver con el templo de la cultura.

Al entrar inmediatamente captó mi atención este cartel:


Me gustó mucho el giro gramatical que utilizó el redactor. ¡Qué delicadeza utilizando el lenguaje!. Obvio que es por razones de higiene, pero sobre todo es por razones de educación y respeto al prójimo. Podría haber puesto algo más contundente y menos eufemístico como "No sean guarros y mantengan limpio el servicio" o "Sean cívicos y mantengan limpio el servicio" o "En su casa no dejarían el servicio hecho una guarrada, pues aquí tampoco".

Bueno, pues eso, que cuando vayáis a un servicio público, "por-favor", "por-razones-de-higiene", "porque-sí", no seáis cochinos y tened una actitud colaborativa para no enmugrecer más de la cuenta el toilette.

viernes, 27 de febrero de 2015

De vacunas, Doulas, partos y lactancia

Llevo toda la mañana intentando documentarme correctamente para poner cifras al sentido común. Termino de tirar la toalla. No soy buena con los números ni las estadísticas. Nunca lo he sido. Además, son muy engañosas porque se pueden mal interpretar erróneamente o con intención. Desde luego mi caso sería erróneamente, ya lo he dicho, soy de letras, no de números.

Esta semana he leído varias noticias y comentarios por Facebook que me han preocupado e indignado bastante. Creo que soy muy afortunada por vivir en un país del Primer Mundo, con sus luces y sus sombras, que las hay. Pero honradamente no me gustaría ser una mamá de un país del Tercer Mundo, ni de uno en vías de desarrollo. Repito me considero UNA AFORTUNADA y no sé a quién tengo que darle las gracias, si a mi Karma o a un Dios de las alturas, pero se las doy de forma impersonal  a quién o qué les corresponda.

El dicho ese de "cualquier tiempo pasado fue mejor" no va conmigo. Si tuviera que elegir uno anterior o quedarme con el que vivo, con mi aquí y mi ahora, no lo dudaría, me quedaría con mi ahora. Ese es mi caso, que no digo yo que sea el de todo el mundo. Como dice sabiamente mi amiga María "cada uno es cada uno, y tiene sus caunás".

Uno de los temas que han soliviantado mi ánimo ha sido el de la controversia de la vacunación. Estos días ha saltado nuevamente por la muerte en Alemania de un niño de año y medio por sarampión. Una corriente en contra de la vacunación argumenta que las vacunas sirven de poco y su única función es enriquecer a la industria farmacéutica. No creo que esta teoría convenza a los padres que han visto a sus hijos morir o con graves secuelas por enfermedades que más tarde han podido ser combatidas gracias al desarrollo de una vacuna.

Otro de los temas es el de las Doulas. El Consejo General de Enfermería ha publicado el "Informe Doulas" en el que denuncia su intrusismo profesional hacia la profesión de las matronas y los riesgos que pueden derivarse. Una de las consecuencias inmediatas ha sido reavivar la polémica sobre la instrumentalización de los partos y las bondades de dar a luz en casa. Y no puedo con ésto. Me revelo. Posiblemente muchos van a pensar que soy una reaccionaria. Pero yo me considero una moderna.

He parido en España y en Suecia. Sí, en Suecia también. En el país soñado para ser madre. En los dos países parí en la sanidad pública. Y he de decir que... tachán... se pare prácticamente igual aquí que allí. Volvería a parir en cualquiera de los dos lugares. En uno se hacen mejor unas cosas, y en el otro otras. No voy a entrar en detalles que esto se alargaría como La Odisea o como una historia de mili y no es plan. Sin embargo, diré que si tuviera que elegir me quedaría con España. ¿Sorprendidos, no? ¿Qué por qué? Pues porque aunque los dos fueron partos instrumentalizados, sí el sueco también, el español fue un poquito más instrumentalizado aún. Vamos, que yo me sentí más segura y algunos detallitos como que mi hija sueca se cagó literalmente en mi torso desnudo mientras disfrutábamos de nuestro primer piel contra piel y nadie me limpió a excepción de mi marido con unas toallitas húmedas que habíamos llevado casualmente nosotros, pues hacen que me gustase más el nacimiento de mi hija española.

El parto español fue largo y duro. Treinta y dos horas porque me lo provocaron por mi seguridad y por la de mi hija. Sí, fue así. No lo dudo ni por un momento porque confío en la profesionalidad del personal sanitario que llevó mi embarazo y mi parto. No digo que no haya algún garbanzo negro, que en todas las profesiones los hay. Pero no son la mayoría. La mayoría son personas que se forman durante años para asistir a mamás y bebés de la mejor forma posible en cada caso. En 32 horas de parto pasaron varios turnos de matronas, enfermeras, auxiliares y tocólogos. Solo dos de estas personas fueron poco atentas a mis necesidades y temores. ¿Qué se le va a hacer?, un mal menor si tengo en cuenta todo el amor y la atención que me brindaron el resto. 

Uno de los mejores aliados que tuve en aquel parto fue la tecnología. Y no me refiero a los SMS, que por entonces el WhatsApp no existía. Fueron los monitores que controlaban que mi hija no estaba experimentando sufrimiento fetal aunque yo me estaba retorciendo de dolor con las contracciones por un problema que tuve con la epidural. ¡Ojala hubiese funcionado la epidural en mi caso y no hubiese tenido que parir con tanto dolor! Comadronas y tocólogos estuvieron aguardando para ver si podían evitar la cesárea que parecía casi la solución final. Pero no, pudieron evitarla. Mi hija nació de parto natural. Grandes profesionales, gran seguridad.

Siempre me acordaré de la matrona que me dio el curso de preparación al parto. Era una mujer bastante desagradable de trato. De esas que nos causan miedo a todas las embarazadas y de las que dan fama terrible a su profesión. Era mayor y con mucha experiencia. Había estado años en un gran hospital madrileño. Ya digo que invitarla a casa a tomar un café no se me habría ocurrido en la vida. No teníamos nada en común. Y sin embargo, he de reconocer que nos dio un curso fantástico. Nos enseñó como cuidar a los bebés sin ñoñerías, pero correctamente y con cariño. Nos dio muchos y buenos consejos. Sabía de lo que hablaba. Su experiencia estaba ahí, aunque no su empatía. Recuerdo especialmente dos frases. Una fue: "una madre nunca sabe la fuerza que tiene hasta que no tiene que sacarla. Y es infinita." Y la otra: "Que no os coman el tarro. Más vale una cesárea de más, que una de menos. Los partos no son una ciencia exacta, y hay que tomar decisiones rápidas. La vida va en ello".

Mis abuelas parieron en casa todos sus hijos. Y fueron unos cuantos. Una de mis tías literalmente se crio entre algodones. Fue prematura y no existían las incubadoras. Estoy segura que mi abuela habría preferido una incubadora de las de enchufe y lucecitas que los algodones. Mi bisabuela vió morir a varios de sus hijos por enfermedades que hoy tienen vacunas. No puedo preguntarlas, pero mi instinto de nieta y las historias que he oído contar a mis padres me dicen que ellas habrían preferido, como yo, partos instrumentalizados.

Mi madre es una mujer de transición. Su primer hijo nació en casa. Su Doula fue su abuela, mi bisabuela. Sus comadronas las vecinas y su suegra, mi abuela. Y el tocólogo y neonatólogo el médico del pueblo. Mi hermano llegó a este mundo en casa. Mi hermana y yo en hospital. Mi madre, al igual que yo, prefiere el hospital. Se sentía más segura e igualmente bien tratada y querida. 

Como decía al principio me hubiese gustado escribir este post con datos numéricos exactos, pero no he podido. Perdón por incompatibilidad con las matemáticas. Lo que es incuestionable aunque no dé el dato exacto, es que la mortalidad infantil, perinatal y la de las madres en el parto ha descendido muchísimo en el último siglo. Por eso... como gráficamente expresaba otra buena amiga, Pilar, durante su parto... "viva el señor Epidural". A lo que yo añado, ¡viva el parto instrumentalizado! y ¡vivan las vacunas!.

¡Ah!, por cierto, esto lo digo bajito, que me da un poco más de miedo aún que toda la reflexión que acabo de soltar, pero es que también va al caso de lo mismo y si no lo digo, reviento... yo he dado lactancia materna a mis hijas hasta los 6 y los 10 meses, momento en el que por consenso madre hija decidimos dejarlo, ellas porque estaban ya cansadas y no hacían más que jugar con los pezones y yo porque estaba dolorida de sus mordisquillos. Pero si no hubiera podido, y digo bien "po-di-do" les habría dado biberón sin sentirme culpable ni mala madre. Y tampoco juzgo a las madres que optan por no seguir la lactancia materna porque como dice María...."cada uno es cada uno, y tiene sus caunás"

sábado, 14 de febrero de 2015

El engaño de la mujer 2x1

A veces siento que me voy a volver loca y que no entiendo nada de nada en la vida. Pienso mucho en mis abuelas. A una no la conocí, y a la otra muy poco, por eso nunca les pude hacer preguntas metafísicas que me han ido surgiendo con la edad. ¿Se sentirían ellas como yo o no se cuestionaban tantas cosas? Cuando me imagino su vida las veo trabajando muy duramente para criar varios hijos. Sin lavadoras, sin lavavajillas, sin compra a domicilio, sin calentador de agua, sin calefacción... cuidando hijos y marido... Su trabajo era ser ama de casa. Un trabajo duro, esclavo, no remunerado, la mayor parte de las veces no agradecido, sin horarios ni derechos, sólo deberes.

Los años han pasado, las mujeres hemos conseguido conquistas sociales y laborales después de mucho luchar por nuestros derechos. Las nietas de nuestras abuelas, nosotras, tenemos otra vida. Hemos estudiado, nos hemos formado, trabajamos en empresas o como autónomas... y todo eso sin abandonar nuestra condición intrínseca de mujeres y madres. ¡Cómo molamos! Hemos cogido la oferta, oiga, un 2x1. Ahora somos ama de casa y trabajadoras fuera del hogar. Sin restar, añadiendo. Sí señor. Pero a mi molar tanto me está dejando agotá, y no termina de convencerme este cambio, la verdad.

Cuando lo pienso un poco me da la sensación que en vez de ir mejorando nuestra situación, vamos poco a poco empeorándola y como sigamos así vamos a terminar peor que nuestras abuelas. Hace unos años las mujeres se fueron incorporando al mercado laboral fuera de casa. Es obvio que si no estás en casa todo el día no puedes hacer galletas caseras, tortilla de patata cocinada con la receta ancestral de la familia, lavar picos y pañales, dar el pecho hasta los dos años, planchar la ropa, hacer disfraces y no ser vivienda habitual de las pelusas y el polvo. Es que no se puede ni muriendo en el intento. Que no se puede, joder. No hay tiempo. El día tiene 24 horas. Y si como decía antes, nuestras abuelas solo se dedicaban a esos menesteres y no paraban, ¿cómo lo vamos a hacer nosotras si además añadimos a esta fiesta femenina una jornada extra-casera de 8 horas? La respuesta es bien conocida por todos, claro: no dormimos. Pero evidentemente, eso no es posible. Dormimos poco, pero algo necesitamos. Y además, así nos pasa, que vamos arrastrás todo el día.

¿Cuál es la solución? No lo sé. Hoy no voy a entrar a valorar el tema del reparto de tareas con la pareja en la casa. Eso da para varios post. Y tampoco creo que sea la solución completa. Es sólo una parte de la solución. Porque no hay que olvidar que no todas las mujeres viven en pareja, pero sí que todas tenemos las mismas necesidades y problemas. Unas en mayor medida que otras, dependiendo sobre todo de si se tienen hijos o no. Pero todas somos víctimas de la misma trampa. Por lo tanto, vamos a ver qué podemos cambiar nosotras. A mi lo primero que se me viene a la cabeza es que seamos menos exigentes con nosotras mismas y con las demás. No nos presionemos más. Vivimos en el mundo que nos ha tocado vivir y hay que adaptarse al medio, chicas. No pasa nada por comprar las galletas y la tortilla en el súper. Ni por usar pañales desechables. La leche en tetra brik también es nutritiva. La arruga es bella. Los disfraces del chino molan y las pelusas y el polvo decoran mucho.

La próxima vez que en el café de la mañana las compañeras saquen pecho y presuman de lo increíblemente calientes y cómodos que son los calcetines que han tejido a su querubín con la lana ecológica que tuvieron que ir a buscar a la recóndita tienda de un pueblo perdido en la sierra, saquemos pecho y digamos con orgullo: "pues yo le compré a mi Pedrito unos en el Lidl por tres euros que están muy bien. Y después me tiré toda la tarde leyendo". No nos dejemos apabullar por las de nuestro mismo género. Venzamos a la ansiedad y no caigamos en la tentación de hacer las lentejas a fuego lento. Abramos una lata de Litoral. Y por supuesto, no juzguemos a la vecina por detalles como estos. Vamos a querernos todas de verdad. La revolución 2.0 de las mujeres tiene que llegar. Y somos nosotras las primeras que hemos de cambiar nuestra mentalidad.