jueves, 12 de diciembre de 2013

Aprovechar cada segundo, vivir al límite

Echo de menos mi coche. No es un sentimiento ecológico, pero sí muy práctico. En Gotemburgo no sé que habría sido de mi sin él. Me daba independencia y, sobre todo, me quitó mucho frío, agua y nieve de encima. Mis niñas y yo íbamos estupendamente en nuestro pequeño gran Toyota Rav4 de dos puertas.

Lloré con mucho sentimiento el día que retiré mis pequeñas pertenencias de él y lo vendimos. Pero ese momento de mi vida ya pasó. En Madrid y para el tipo de actividad que tengo actualmente no me conviene tener coche. Utilizo la red pública de transporte y me va bien. Tiene inconvenientes, claro, pero también muchas ventajas. Una de ellas es que me da la oportunidad de hacer cosas que a mis 39 años aún no había experimentado.

Esta mañana he salido de casa a todo correr para llegar a tiempo al cole con la niña. Llevaba el abrigo en la mano, mi mochila del portátil, la de la niña, la bufanda a medio poner... y por supuesto iba con la cara lavada y recién peiná, como la canción, pero de aquello de "qué guapa estás, qué guapa estás", nada de nada. Con la ojera puesta y el rictus cansado, sí, que anoche era tardísimo cuando me acosté porque tenía que preparar varias cosillas del concierto de villancicos de la niña.

Como el tiempo es oro y hoy he tenido suerte de coger asiento en el autobús, he aprovechado para maquillarme y disimular la cara de ajo que tenía. Es la primera vez que lo hago. Ni siquiera lo había hecho durante la adolescencia para burlar la vigilancia paterna sobre el maquillaje. A la vejez viruelas.

Ahora es cuándo realmente necesito la habilidad de pintarme sin sacarme un ojo o darme un mal brochazo de colorete por culpa de los movimientos del tráfico y los tirones del autobús. El recién estrenado yuppi que iba sentado enfrente de mi no podía quitarme la vista de encima. Trataba de disimular con el móvil, pero no daba el pego. Estaba fascinado. Yo creo iba pensando que le había tocado en suerte una compañera de viaje loca de atar por aquello de que el autobús no es el mejor sitio para aplicar la sombra de ojos. Además intuyo que mentalmente el muchacho iba apostando en que momento un acelerón o un frenazo iban a ser responsables de algún desastre facial en mi. Pero no, la catástrofe no se ha producido. He logrado salir en mi parada maquillada, con todos los órganos en su sitio y transformada de supermami a superoficinista.

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