jueves, 12 de junio de 2014

Cómo cambian los tiempos

Cuando yo era pequeña tener un pueblo e ir de vacaciones allí era normal y muy habitual, pero poco glamuroso por no decir que nada. Lo que molaba era ir a la playa, y si además era un complejo moderno y lleno de hormigón, mejor que mejor. ¡Ay, esos hotelazos grandes y con balconadas metálicas sí que eran la imagen viva del triunfo económico y su merecida recompensa vacacional! Ahora recuerdo con una mezcla de añoranza, tristeza e ironía la envidia que me daban algunos amigos que llegaban al pueblo tras quince días de descanso en la playita con sus padres. Venían tan morenos... y contando lo bien que se lo habían pasado... O la vuelta al cole, donde las historias playeras ocupaban los primeros días. Los niños de pueblo éramos muy frecuentes, ya digo, pero ante los niños de playa bajábamos un pelín la mirada... éramos los "pobretones" del cole.

Hay que reconocer que ir al pueblo tenía su gracia. Llevar las vacas al prado por la tarde, hacer excursiones a la sierra, ir a comprar el pan a la camioneta que llegaba cada día, bañarse en el río, jugar en la plaza hasta la una de la mañana, no pisar en casa más que para comer... Actividades sencillas, pero no por eso menos divertidas.

La vida veraniega en el pueblo a veces se hacía incómoda. Pongo por ejemplo la falta de agua corriente, la existencia de un único teléfono que implicaba compartir las conversaciones con la operadora y la comunidad rural al completo, la ausencia de cuarto de baño o las calles sin asfaltar. ¡Qué idílica y bonita la vida en el campo!

Poco a poco, y sin saber muy bien cómo, la realidad se ha ido transformando.

Los pueblos fueron actualizando sus comodidades y perdiendo su identidad. Hacia el final de los 80 las zonas rurales parecían mini ciudades. Ir al pueblo se convirtió en una prolongación de la vida en las ciudades, seguía sin ser glamuroso, pero era cómodo y barato. El hormigón, los balcones de aluminio y los ladrillos de dos colores pintaron un paisaje en el que la piedra, la madera y el adobe se vieron exiliados, fusilados y enterrados.

Diez años después el turismo rural empezó a calar. Como explicaba un profesor mío de historia, el hombre cuando tiene cubiertas las necesidades básicas empieza a demandar el lujo. El campo no iba a ser una excepción. En las conversaciones de cafetería la palabra pueblo estaba casi prohibida. La gente iba a una zona rural estupenda o a un pueblecito encantador. Las casas rurales aventajaron en popularidad a los hoteles de playa. Lo más guay era irse un fin de semana a una.

Una vez más la evolución no se ha detenido y ahora ya no vale con irse a una casa rural.  Ahora hay que buscar o la más integrada en el rollito retro rural, esto es que por ejemplo tenga pozo en vez de agua corriente, o la más lujosa, con pongamos por caso sesión de yoga nocturno bajo las estrellas con monitor personal. Así es como desconectamos del estrés diario y nos mimetizamos con la Madre Naturaleza.

¡Quién me iba a mi a decir que lavar la ropa en tajuela en el arroyo con mi madre era la germinación de una actividad rural de gran encanto y tradición, que libera la mente de la ansiedad y nos aleja de nuestros problemas cotidianos! En mi recuerdo figura mi entusiasmo infantil por lavar con esmero la ropa y juguetear con el agua, pero también el agobio y el duro trabajo de mi madre para hacer una buena colada.

¡Vivir para ver!, que dicen los ancianos en los pueblos.

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