viernes, 17 de octubre de 2014

Risoterapia en el coworking: abuelito dime tú.

¡Qué gran invento el trabajo fuera de casa! Corremos como locos por llegar a tiempo, lanzamos improperios en los atascos diarios, nos quejamos por mil detalles desesperantes de los trabajos... pero... nos relacionamos con otras personas que sienten y padecen igual que nosotros. La hora del café, un momento de desahogo con el compañero... ¡ah!, eso es la verdadera retribución en especie.

Durante varios años tuve mi oficina en casa. Tenía muchas ventajas, no voy a mentir, pero echaba muchísimo de menos el ambiente de un entorno laboral. Reproduje algo parecido con Facebook y con el mail. Me tomaba pequeños descansos y chateaba, comentaba y me mantenía en contacto con gente a través de las nuevas tecnologías. Pero no era lo mismo. Eso sí, he de reconocer, que gracias a eso descubrí una nueva capacidad e interés en mi vida: "contar historias".

A la vuelta de mi estancia en Suecia, y teniendo en cuenta mis nuevas necesidades profesionales, busqué un lugar en el que plantarme con mi ordenador. Encontré un fantástico coworking, un espacio de trabajo compartido. Hace ahora un año que empecé a escribir aquí casi a diario, y cada día confirmo que es la mejor decisión que he tomado en los últimos años. Por un precio muy moderado disfruto a la vez de las ventajas de una oficina y de un trabajo individual en el que no tengo que rendir cuentas a nadie más que a mi misma.

Esta mañana he comprobado una vez más lo estupendo que es tener compañeros reales con los que compartir inquietudes y risas. La conversación ha empezado de forma banal a modo de "¿qué tal? ¿todo bien? Hace un par de días que no te veíamos". Tras informarles que no había tenido ningún problema serio y que lo que pasaba es que había estado de revisiones médicas con mis hijas y mis padres, la charla ha derivado en el cuidado de los ancianos, una de mis grandes preocupaciones de estos días. Lo que ha empezado como una conversación seria, ha derivado en un parloteo terapéutico, en auténtica risoterapia. Me he sentido comprendida, reforzada en mis ideas, acompañada... porque, casi con incredulidad, he constatado que hay muchos padres como los míos. Ya se sabe que mal de muchos, consuelo de tontos . ¡Gran verdad!, al menos para mi hoy.

Resulta que mi padre no es el único yonki (término agudamente utilizado por una de mis compañeras hacia su progenitor) de las medicinas. Mi creador, y muchos de los de su quinta, comparten obsesión por controlar toda su medicación. Distinguen cada medicamento por colores, cajas... y no admiten ni una ligera intromisión o consejo para su organización. "Ellos saben lo que hacen"... son su tesoro. Todos los abnegados hijos tememos por una intoxicación fortuita fruto de una posible confusión de sus ojos o su capacidad cognitiva. Y no digo nada de los almacenes altamente abastecidos de medicinas que existen en los domicilios de los abuelos... modelo logístico deberían ser.

Además, somos varios también los que sufrimos, sí, digo bien, pa-de-ce-mos, los recitales diarios de la posología de las medicinas. Nuestros padres nos reciben en casa con un beso y a continuación comienzan con la canción de los fármacos: "a las 11 me toca el Seguril; a las 2 las gotas de los ojos; a las 4 la pastilla para el corazón; a las 6 el Sintrón; a las 8 la pastilla de la tensión; a las 10 un Gelocatil para los dolores y a las 12 una para dormir". Las horas de las medicinas son sagradas y la puntualidad es imprescindible. En casa de mi padre, el Sintrón es a las 6 o'clock, y en el de María a las 5 o'clock, aún más british.

Por supuesto los mejores doctores son ellos. Son quienes mejor se conocen y quienes mejor saben cómo proceder de forma preventiva. Que sienten un poco de molestia en la garganta, nada mejor que un trago del jarabe para la tos del nieto, y si la caja de antibióticos tiene para 15 días nada de dejar el tratamiento al séptimo como dijo el doctor (aunque es posible que no le oyera/escuchara por la sordera y/o la falta de interés), se termina uno la caja caiga, quien caiga.

¿Y los post-it y las notas esmeradamente colocados en lugares estratégicos como la nevera o los muebles de la cocina? En ellos coexisten citas para médicos, horarios de medicinas, dietas, teléfonos de utilidad y emergencia... Sin duda la decoración más cool y funcional que se puede lograr para la tercera edad.

Muchos abuelos coinciden asimismo en lo demoniacamente terribles que son las corrientes y las ventanas abiertas. Hay que abrigarse hasta las orejas y la camiseta interior es una prenda imprescindible. Los jóvenes siempre andamos acatarrados porque vamos con todo al aire.

En lo que difiere el modelo de antepasado es en el modo de afrontar dolores, miedos y aprensiones. No obstante, hay dos grandes grupos. Los que somatizan todos los sufrimientos de sus colegas de edad, pero luego se vienen arriba cuando el médico les dice que están como una rosa; y los que presentan dolencias variadas pero que cuando el galeno les indica que no son importantes o que no hay base médica que las justifica, se sienten defraudados por no tener motivo real para quejarse.

Después de hablar con mis compañeros un buen ratillo sobre nuestros mayores y lograr unas cuantas carcajadas contándonos nuestras experiencias, me siento mucho mejor. Así es más fácil ser optimista y positivo y aceptar el paso de la edad. ¡Viva la terapia de grupo!

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